Según el catedrático de Geodinámica de la Universidad de Granada José Javier Cruz San Julián, la gestión de los recursos hídricos debe tender a un uso conjunto de aguas superficiales y subterráneas para evitar la sobreexplotación y la contaminación
Inmersos en el periodo estival, la historia se repite. El nivel de los embalses ha descendido de forma alarmante y los expertos comienzan a plantear soluciones. Campañas de concienciación y sensibilización de la población, medidas de ahorro, uso de recursos hídricos menos convencionales, como la desalación o las aguas residuales tratadas, los trasvases, etc. Pero ¿cuál es papel que juegan las aguas subterráneas?
El hidrólogo norteamericano R. Nace acuñó el término “hidroesquizofrenia” para describir la escasa atención que se le presta a las aguas subterráneas, mientras que las aguas superficiales son las tenidas en cuenta prioritariamente para satisfacer cualquier demanda. Según el catedrático de Geodinámica externa de la Universidad de Granada, José Javier Cruz San Julián, “en España existe este olvido, pese a que estas aguas constituyen un recurso valiosísimo para resolver problemas de abastecimiento, sobre todo en periodos de sequía”.
Entre las múltiples razones que justifican esta actitud social, el investigador destaca que las aguas subterráneas no son visibles y, por tanto, son menos obvias: “todos sabemos cómo funciona un río, pero las aguas subterráneas son más difíciles de interpretar”. Aunque hoy son aguas bien conocidas, la Hidrogeología comenzó a impartirse en la universidad española hace tan sólo algunos decenios, por lo que los responsables de la gestión de los recursos hídricos no han contado en muchos casos con esta formación hasta ahora.
Regularidad
La sociedad atiende a este recurso, sobre todo cuando asola la sequía. Una situación que responde, según Javier Cruz, al clima mediterráneo, caracterizado principalmente por tener ciclos secos y húmedos muy intensos. Así, las condiciones meteorológicas varían mucho de unos años a otros, e incluso, dentro de un mismo año, de una estación a otra.
Como explica el investigador, las aguas superficiales responden rápidamente a esta distribución tan irregular de las precipitaciones, de forma que “se puede pasar de un embalse rebosante de agua a todo lo contrario, cuando no hay recarga pluviométrica”. Sin embargo, las aguas subterráneas reaccionan de forma más lenta a este fenómeno, por lo que su funcionamiento es muy regular, incluso cuando los recursos superficiales están agotados.
En respuesta a estos problemas, el investigador destaca como una de las estrategias de uso conjunto de los recursos hídricos lo que se conoce como “utilización alternativa”, puesto que “es más razonable usar las aguas superficiales en periodos húmedos y las aguas subterráneas en periodos secos, lo cual genera, además, un volumen de roca que puede ser recargado en las siguientes precipitaciones”.
Cruz San Julián asegura que las aguas subterráneas tienen una importancia extraordinaria, pero advierte que “es un recurso vulnerable y limitado, que debe ser gestionado correctamente, pues el uso incontrolado de estas aguas genera graves problemas de contaminación y sobreexplotación, en general difíciles de corregir”. La gestión debe tender, por tanto, “a un uso conjunto de aguas superficiales y subterráneas, así como, de cualquier otro recurso, y aplicar la mejor solución en cada caso.”
Rentabilidad agraria
En su inmensa mayoría, las captaciones de aguas subterráneas son de iniciativa privada, destinadas principalmente a la agricultura. En España, hay 3,5 millones de hectáreas de regadío, de los que sólo un millón se riega con aguas subterráneas. Esto supone un consumo de 5.000 hectómetros cúbicos al año (hm3/año), frente a los 20.000 (hm3/año) de agua superficial destinados a la superficie restante. A pesar de esta desproporción, “la productividad en ambos casos es del mismo orden de magnitud, lo que significa que la productividad bruta por metro cúbico es cinco veces mayor cuando se riega con aguas subterráneas”. Este valor es similar en Andalucía, donde 600.000 hectáreas son regadas con aguas superficiales y 200.000 hectáreas con aguas subterráneas, con un consumo de 5.000 y 1.000 (hm3/año), respectivamente.
Como explica Javier Cruz, esta mayor productividad no se debe a una mejor calidad de las aguas subterráneas, sino a la administración de las mismas. “Un agricultor soporta el coste de la captación, mientras que buena parte de las inversiones necesarias para el aprovechamiento de las aguas superficiales es pagado por todos. Incluso el régimen de tarifas que se aplica al regadío podría fomentar el despilfarro, pues las tarifas se aplican por superficie regada en lugar de volumen de agua consumido”. Aunque no es fácil poner en marcha un sistema de control riguroso de los caudales de agua utilizados, el investigador asegura que es una tarea pendiente, en consonancia con el principio de la Unión Europea de recuperación total de los costes, por el que el usuario debe pagar el agua que utiliza.
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